viernes, 23 de julio de 2010

Del diario de la Camarada Seminova

Una semana entera estuve vomitando cuando fui encargada de insertarme entre los zaristas exiliados y la burguesía capitalista y reaccionaria. Pero la revolución no espera, y con grandes esfuerzos me tuve que sobreponer para insertarme entre aquellos zaristas resentidos: aún al recordarlo echo involuntariamente mano al cinto, aun tengo ganas de darles dos tiros a todos.

Y no era aquello lo peor. Debía insertarme en los círculos intelectuales y universitarios, tan asquerosos y repugnantes de París.

No era la primera vez que trabajaba junto al camarada Uguin en tierras Francesas. Habían acogido con alborozo cuando les ordenamos insertarse en el partido nazi, y todo el partido comunista francés se pasó con alegría a acatar la orden demasiado voluntariamente, lo cual nos hizo sospechar que su vigor revolucionario era tan falso como su propia historia.

En otra ocasión, mientras Uguin hacía ensayos en las cercanías de Londres sobre cómo hacer zozobrar las barcas de pesca y yo vigilaba los pasos de la llamada familia Real británica como parte del plan para la expansión de la revolución, partimos raudos a Francia: la primera vez que sin hacer ningún tipo de aviso por ningún tipo de conducto ni más dilación, al observar cómo se dilapidaba el dinero koljosiano revolucionario que se otorgaba por el comité a los órganos de expansión de la revolución en desviaciones neoburguesas, sin dar ningún informe por quintuplicado ni siquiera una simple nota, en cuanto le llegó el ejemplar de “Les Lettres Françaises” me ordenó por quintuplicado:

-Nos vamos.

Y salió por la puerta firme y apresuradamente. Cuando conseguí alcanzarlo, fue la primera vez que noté algo parecido a un sentimiento burgués en el Camarada Uguin. Parecía a punto de explotar, la indignación era patente: así pues comprendí que algo grave estaba sucediendo de lo cual no habíamos sido debidamente informados. Permanecí callada y apenas visible durante todo el viaje; su pistola parecía querer salir del cinto sola, a tal punto de compenetración había llegado con el arma.

Las pocas veces que le vi, siempre tuve que referirme en público al camarada Uguin por su nombre común, pero ya había hecho mi autocrítica y propia reeducación y fácilmente le llamaba “Lech” en público, aunque siempre en privado lo trataba como al superior mío que siempre había sido.

Cuando llegamos a París, sin perder tiempo en hablar me alcanzó con un gesto el número de “Les Lettres Françaises” y comprendí todo: yo misma empecé a amartillar las pistolas y a preparar la dinamita. Eché de menos el tener Polonio a mano; pero en esas cosas Lysenko mantiene siempre una política muy particular.

Hay cosas que superan la capacidad humana. La tolerancia, el talante, la bondad y la paciencia revolucionaria tienen un límite.

Había ordenado desde Londres que nos esperaran; en una Dacha a las afueras de París, los tontos útiles que se habían aburguesado estaban con seriedad de firmeza aparente: con que admiración y veneración acogieron las palabras del camarada Uguin cuando les conminó a abandonar ese camino de desviacionismo, tras haberles pateado hasta gastar la suela de las botas y haberlos tenido a punto de descerrajar la cabeza a tiros en varias ocasiones: cómo la pedagogía revolucionaria se extiende, y que bien entienden los desviacionistas neoburgueses su error cuando se aplica la adecuada pedagogía. El llamado Aragón allí mismo comenzó a redactar el plan de reeducación que iba a acometer, con las muelas en la mano pero sin que por ello su informe se resintiera, sino todo lo contrario. Cuando uno de esos que estaba mirando en silencio con desafiante aspecto de capitalista y retadora mirada insinuó negarse a retractarse de sus abominables dibujos, diciendo no se que tonterías de que si la vanguardia si no se qué, que si el arte y el concepto estético y tonterías así, balbuceando que realmente era un gran artista; con su pelo alborotado, intentando parecer bohemio y mirando como si fuera un personaje de algún cuadro decadente prerrevolucionario. Un fatuo ignorante que dado el grado de compenetración en el trabajo consiguió que resumiera el informe por quintuplicado a su mínima expresión:

Lech: mira éste

Hasta pena me dio: a los dos minutos de empezar a recibir por parte del camarada Uguin los primeros guantazos reeducativos, mientras desenfundaba su pistola y le apuntaba a la cabeza, toda la chulería del imbécil de Picasso se tornó en sumisión y adulación y lágrimas. Ya iba yo a rematar la faena después de haberlo pateado a grosso modo hasta escuchar el crujir de las costillas, sin importarme en absoluto las manchas de sangre en mi ropa, ni el desgaste de las suelas de mis botas del koljós “caminemos por la revolución” cuando Lech Uguin me conminó por quintuplicado:

no

Este es un mierda” le contesté, poseída de fervor revolucionario, mientras seguía pateándolo; lo cual me costó una dura autocrítica aquella misma noche, aunque con la reeducación me alivié. Pero la gran inteligencia revolucionaria del camarada Uguin había percibido que sería un elemento válido para la propaganda necesaria. No se equivocó. Nunca lo hace. Pero aun me reconcome que siguieran con vida; aunque su labor haya sido útil, debíamos haberles descerrajado el cuerpo a tiros. Aunque con tanta mirada desafiante, y el pelo cortado al estilo burgués neocapitalista, no creo que de la somanta que le endiñé haya conseguido que le vuelva a crecer el pelo.

Creo que la mirada desafiante, cuando se le tornó en mirada de susto, más o menos al segundo guantazo (encima, flojito) se le debió quedar fija: por las fotos que luego he visto aun mantiene la mirada de susto. Y hace más de diez años, y nada, que sigue mirando con susto. Algún día iré a visitarlo y así me río un rato.

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