viernes, 29 de enero de 2016

El persa en París

Mandaba el Sha de Persia, con profusa información gráfica en las revistas de cotilleo de la época, y alarde de riquezas: decidieron que era un horrible déspota y toda la progresía europea fue a rendir pleitesía a un hotel de Paris a Jomeini, que se hacía llamar Ayatollah, y todos los progres asumían ese titulo con pompa y circunstancia, alabando sus memeces y estupideces con grandes alharacas: de ser un país próspero y bonito, a la vista está.
Era la época en que el máximo intelectual de la progrhez europea, Althusser, decidió liberar a su mujer de la opresión, y de un hachazo en la cabeza, la liberó, totalmente: el catecismo de la progrhez española, el diario El Pais, al que les costó cuarenta años darse cuenta de que llevaba acento, dio la noticia un día, y al darse cuenta de que era un error, tejieron sobre ello un muro de silencio.
Viven aun los que babeaban con Jomeini y la liberación que suponía para la oprimida Persia, miran para otro lado ante el ahorcamiento de maricones y demás aberraciones de la humanidad; siguen adorando a profetas de la nada y teologías de todo a cien: cada fin de semana uno nuevo, y enseñan a sus hijos que jugar a un idílico y falso mayo del sesenta y ocho en París es lo más de la modernez, del mismo modo que usaban pantalones de campana (de tergal) y saben perfectamente lo que ha de hacer los demás desde su enorme cultura, sin haber leído jamás un libro. Frenan toda excelencia, y desde los puestos de la administración y la universidad taponan toda creatividad, toda excelencia, a la vez que la ensalzan, lamentándose a solas de que nadie les reconozca su enorme grandeza: gente ruin, miserable, baja, zafia, soez, ordinaria, que abusa del poder siempre en provecho propio con una excusa de modernización y avance que “es que la gente no comprende” en su grandeza de humildad.
El emisario de Jerjes está en París. Ya ha impuesto sus condiciones en Roma, y sumisamente Bergoglio las ha acatado cobardemente insultando a la historia, al catolicismo y al mundo, negando la historia y la naturaleza de la cultura.
El emisario de Jerjes está en París, enseñando fotos del becerro de oro, y todos sumisamente a adorarlo, pero nadie se preocupe: al final, la civilización siempre la salvamos trescientos, y al final morimos o quedamos mancos, de tanto batirnos en las plazas calientes.