“Eso va implícito” es lo único que escuché de la conversación del camarada Uguin. Me asombraba su autocontrol y dominio revolucionario de su cuerpo: pese al calor de la India, nunca dejaba su gorra, su chaqueta de piel indefinida y esas botas con las que le conocí allá en el Soviet de Severnaya. Aunque he de reconocer que su proximidad, en el calor tropical, refrescaba profundamente: al punto de casi llegar a tener frío; eran sensaciones más vívidas cuando el calor agobiaba, la frialdad del camarada hacía agradable su compañía pues en cualquier habitación que entrara, la refrescaba al rato de estar simplemente con su presencia. Lo recogí y lo llevé al piso franco que ocupábamos en lo que acabará siendo el koljós indio, cuando la imparable revolución continúe su cauce. Yo ese día necesitaba reeducación urgente, y sólo el camarada Uguin cumple con su deber revolucionario hasta la extenuación. Y el frío es confortante, contra cualquier pronóstico. La reeducación tiene un especial mundo de sensaciones que deberé estudiar analíticamente.
“Eso va implícito” escuché; al día siguiente ya estábamos camino de Camboya a supervisar los éxitos revolucionarios del imparable socialismo.
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