Una extraña sensación me abate, creciendo, desde que llegué al corazón del capitalismo opresor y reaccionario; no sabía orientarlo hasta que lo consulté con el camarada Uguin. El entendió lo que yo no era capaz de entender:
“Jamás se te ocurra tocar tu balalaika ni cantar en estas tierras”
Por burgués que parezca, tenía nostalgia de los coros y danzas; no escuchaba canciones bonitas desde que salí del koljós. Es la sabiduría del gran Uguin la que me descubría los secretos de mi conciencia revolucionaria íntima, a tal punto tenía insertado el código revolucionario que detectaba los síntomas sin apenas percibirlos y su conocimiento sobre mi conciencia intima es, realmente, abrumador.
Lo comenté en mi informe al koljós, por quintuplicado. Me asombró que en un alarde de compañerismo y solidaridad revolucionaria las camaradas destacaron a la camarada Putiffa en misión especial para ayudarme a solventar ese trance: me sorprendió que le dieran tanta importancia; pero íntimamente me alegró que la tuviera, y que volviera la Putiffa: hacer una misión juntas la verdad, me apetecía. A Uguin también le gustaba, por la reeducación, por el quintuplicado.
En menos de dos semanas, Serla estaba ya junto a mí. Como venía con ideas claras, fue fácil elaborar el plan: pedí permiso de tres semanas en el trabajo (que los burgueses me dieron, sin preguntar nada) y elegimos un sitio donde hubiera cantantes que cantaran con orden, métrica, compás, ritmo, pompa y circunstancia.
En un día estuvimos en Las Vegas.
No quisimos reeducar al tal Sinatra; aunque no actuaba, ni quiso actuar para nosotros, su cumplida hospitalidad con la vodkaína y la drogaína, y su talante de hombre trabajador en el fondo, sosegaron nuestros afanes proletarios. Era un buen hombre; y pasamos dos días divertidos en los casinos, captando furcias para la causa, aunque parece que lo hacían por halagarnos por orden del jefe.
Sinatra había pensado en nuestro problema: a el le parecía el más adecuado un negro, Armstrong; pero andaba de gira fuera del país. Nos aconsejó al cantante de moda, que era lo que más “se llevaba” y confiamos en el.
Llegamos a Atlantic city con tiempo de sobra para encontrar alojamiento, soplar dinero de un banco, e ir a la actuación. Para nuestra sorpresa, Sinatra le había escrito, y nos mandó unas entradas con una nota en la que decía que satisfaría nuestros deseos.
Cuando nos dimos cuenta de que el cantante era el tipo aquel gordo que iba vestido como una matrioska con luces, nuestras esperanzas empezaron a fallar, a pesar de la vodkaína; a pesar de la drogaína. No era un entretenedor, era el artista principal; y como habíamos ido recomendadas y especialmente invitadas, pues nos tocaba quedarnos: la Putiffa quería ir directamente a los casinos; hube de refrenarla por aquello de “no llamar la atención”
A mi es quien no hubo quien me refrenara. Cuando empezó a agitar las caderas y peinarse diciendo que nos dedicaba Ojos Negros al compás de un tambor, empecé a hervir; cuando empezó a intentar perpetrar Ochi Chernyie con un ritmo siniestro y bailando como una furcia en un burdel de polvo a cien, amartillé la pistola, intenté sosegarme con la vodkaína y la drogaína, y sin mas dilación subí al escenario y al primer guantazo el gordo vestido de árbol de navidad estaba ya en el suelo.
Al principio, la gente, estupefacta exclamaba “pero que le hacen a Elvis, es el rey” pero cuando la Putiffa sacó el arma y dijo: el rey de los cojones; no sabe cantar, a este le enseño yo, vas a ver, mientras lo pateaba a grosso modo, despavorida la gente abandonó el local. Ya iba yo a darle el tiro de gracia cuando la Putiffa en un alarde koljosiano revolucionario me conmino:
No. A este le enseño yo a cantar. Por quintuplicado. Vamos a darle un paseo.
Lo sacamos por la puerta de atrás con una carretilla al gordo, y lo metimos en el maletero, pero vivo, no como siempre. Había mucho alboroto en el casino, así que decidimos salir de la ciudad.
Aquel además de gordo no tenía ni idea de música. Pero ni idea. Como lo buscaban por la prensa y la tv, íbamos dándole palizas por todas las ciudades del enemigo capitalista opresor, de manera que no nos pudiera detectar la policía, intentado afinarle la voz para que aprendiera, y que cantara con respeto Ochi Chernyie, pero no hubo manera: ni aprendió a cantar; ni adelgazó. Por las reglas del NKVD íbamos cambiando de ciudad habitualmente, y el gordo en el maletero, pero los únicos problemas que encontrábamos era como hacer cantar bien a aquel matriosko con luces de emergencia. Lanzaba alaridos, intentaba moverse, pero no había manera, el pobre no servía para nada de música, sólo era espectáculo, fascista y retrógado de tv, no servía ni para cantar ni para alentar a las masas. La Putiffa pretendía, con un taladro mecánico que encontró casualmente en una ferretería, hacerle un poco la peluquería, y ponerle el tupé a rosca, pero estábamos a las afueras de la ciudad, y no había donde enchufar aquello, aunque sin hacérselo, de los alaridos que daba debieron espantarse toda la ciudad: los coyotes salían huyendo despavoridos.
Lo dejamos tirado por ahí; nos enteramos de que quisieron hacer que no había pasado nada e intentaban que pasara como si fuera un rebelde que se había ido de juerga; luego intentó seguir cantando como si no hubiera pasado nada, pero al poco murió: nosotras no fuimos.
Pero la gente que lo había oído dando aullidos por todo USA hizo algún tipo de traslación mental, dado el poco tiempo pasado, pensaron que los aullidos que había ido dando por todo USA es que aun estaba vivo y se había fugado y tonterías así. De hecho siguen manteniendo que aun sigue vivo y que lo han oído cantar. La Putiffa cuando se pone a la faena, sea la que sea, es implacable; aun les parece oírlo, ganas le ponía a guantazos, pero no tenía lo que había que tener.
A cualquier cosa llaman cantante, que degradados: deberían conocer los coros y danzas del ejército soviético.
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