Con gran emoción, con mi uniforme reglamentario y mis condecoraciones, me sentí realmente orgullosa viendo avanzar a diecisiete divisiones acorazadas y trece cuerpos del ejército: como yo sabía, contra todo reglamento, delante iba en coche descubierto el camarada Uguin, al mando de toda esa potencia revolucionaria. Bajé del coche que había adelantado a la columna; en un todoterreno rápido, con cuatro agentes sudorosos a mi servicio: que no objetaron nada cuando les ordené largarse, a todos, orden que obedecieron sin darme tiempo a dársela por quintuplicado.
Sola, en medio del permafrost, esperé a que el ejército se acercara: cuando el todoterreno descubierto me divisó no hicieron ninguna maniobra que evidenciara la intención de parar. Al ser mi silueta más fácilmente distinguible, imagino, el todoterreno en cabeza, se adelantó. Ni un gesto ni un movimiento manifestaron que me había reconocido: estoy segura que lo había hecho. Desde su altura y rigor simplemente dijo:
“fuera”
Pero no me moví. Le conminé a que me escuchara, pero implacable, el camarada hacía siglos que no escuchaba a nadie
“fuera”
Repitió, pero permanecí incólume: no se si por firmeza en mis actos o simple y burgués miedo.
Bajó del todo terreno y se acercó: la tundra comenzó a congelarse. Entonces, como una iluminación neoconservadora supe lo que debía hacer: cuando lo tuve a distancia prudencial, y nadie podía oírnos, le dije con rotunda suavidad:
“Ochi Chernyie”
Casi pareció humano por un momento. Conseguí que me escuchara. Hizo traer dos sillas y allí sobre el permafrost, le expliqué el plan que habíamos urdido las camaradas de “Noches del Ártico” durante largo rato y hasta en sus más nimios detalles. Cuando se ponía el sol entre los árboles por un momento me cogió la mano, que me congeló el brazo hasta el hombro, y me dijo
“Ochi Chernyie”
Y comprendí que aquella situación se resolvía a mi satisfacción, y me alegré además de seguir con vida; jamás hubiera pensado que podía llegar a ponerme frente al avance del ejército revolucionario, lo cual me llevó a una profunda autocrítica y una autoreeducación personalista, que voluntariamente abandoné, porque acabarla quizá no hubiera sido revolucionario.
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