Siempre alerta, el camarada Uguin efectuaba sus misiones ya sin elevar ningún tipo de informe y siempre con la más sólida discreción: ni siquiera yo sabía si iba, o venía, ni mucho menos cuando. Jamás supe como averiguó no sólo que yo estaba instalada en Madrid, sino que sabía todos mis pasos y acciones. La frialdad que exhalaba su exánime figura me servía de acicate para aguzar la suspicacia y la sagacidad al montar las estructuras para que la U.R.S.I no fracasara en el último momento por las prisas, como ya nos sucedió anteriormente. La red de agentes y universitarios funcionaba bien engrasada, y la eficacia estaba siendo demostrada, aun cuando en los círculos intelectuales se resistía el proletariado a la inmersión científica en el socialismo: en vez de los cantantes e intelectuales que adecuadamente preparábamos e insertábamos por emisoras y publicidad, el proletariado atendía a las tendencias burguesas de nuevo cuño españolista y retrógrado, sin bases cientificias ni objetivos ningunos, ni tristeza. Comprobaba cada noche indefectiblemente esto, por los bares y reductos que sirven para canalizar las amarguras de los resentidos, desplazados y demás lumpenproletariado que constituyen la base sobre la que elevar la revolución: en vez de soledad, aburrimiento y elementos susceptibles de canalizarse a la lucha revolucionaria aunque fuera de tontos útiles, escuchaban música y hacían fiestas.
Un día apareció el camarada Uguin cuando yo estaba vomitando: no sé si como anuncio del advenimiento de la nueva camarada Seminova, o de la repugnancia que me había causado la noche anterior ver a las masas coreando un cántico horroroso, personalista, egocéntrico, perverso, contrarrevolucionario e insolidario que llamaban La Chica De Ayer: al recordarlo volvía a vomitar, aunque también podía ser debido a la ingesta de la adecuada Vodkaína y drogaína necesaria para insertarme adecuadamente.
En cualquier caso, estaba vomitando: lo cual al camarada Uguin no le importaba. Tras presentarle los informes de lo que él ya sabía, por quintuplicado, me pidió que le enseñara el funcionamiento de los aparatos.
Jamás debí encender aquella TV.
En el telediario, que es la forma en que los fascistas transmiten las consignas al proletariado con apariencia de información, apareció la resolución que había tomado el comité central del enemigo clerical: cuando el nuevo Papa asomó a la ventana Uguin, congelando la habitación exclamó:
“Es él”
La ola de frío que inundó la estancia no era en ese caso producto del fascista cambio climático.
Entre vómitos, intenté adivinar cual era el asombro revolucionario: sabíamos que el enemigo clerical elegiría a un nuevo reaccionario para su comité central; pero nada excepto el frío me hacía intuir ninguna novedad: sólo cuando al rato exclamo, entrecortadamente “no era un capitalista infiltrado, era un clerical” comprendí que aquel era el fascista que se escapó de su voluntaria reeducación en Cracovia: y el desagradecido no volvió a dar señales de vida: hasta ese momento.
Su sentencia estaba firmada en la mirada de Uguin. Por quintuplicado.
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