El sistema nervioso del hombre ha resultado ser lo suficientemente plástico como para adaptarse, y evolucionar. Se ajusta, y modifica la conducta sin necesidad de cambios en el organismo; aunque lo llamen la evolución, es el raciocinio: la memoria para los detalles, y el lengüaje. La conducta es el integrador cultural, encastrada en el complejo entramado social y su evolución se transmite por precepto; los hábitos se proyectan siempre hacia el futuro, y para poder tallar un bifaz, que es algo que implica destreza, la siguiente generación necesita saber como se hace y entender el proceso: para la transmisión cultural se necesita el lengüaje, y entonces necesitamos el verbo, que nos dirá como las cosas actúan, o reciben la acción; a partir de ahí se lía la cosa y estamos inmersos en el proceso de evolución de la cultura hasta hoy, momento en el que realmente asistimos a la gran revolución de la humanidad tras el Neolítico y Cristo: la red da la universalización real y la accesibilidad al conocimiento, al dato o a la imagen en el momento que sucede, así como la capacidad de la acumulación y puesta a disposición de todo el acervo de la humanidad sin mayor distinción que el hacerlo, o no hacerlo: obviamente todo se presta a ser manipulado, pero la propia red se convierte en salvaguarda de la verdad al ser universal.
El conocimiento no implica sabiduría, ni las destrezas, pericia ni conocimiento: aunque todos saben conducir, muy pocos de ellos sabrían decir como funciona un coche; mucho menos montarlo, o repararlo. Pero desarrollamos en todos la pericia mínima necesaria para desenvolverse al volante de un coche, y en ello nos desenvolvemos.
Pero el sistema nervioso, plástico y adaptativo nos alerta: aunque nos acostumbremos desde niños a ir en coche, con cierta tranquilidad, solemos desconfiar cuando conduce otro, por el miedo inherente a la velocidad: sólo caminando el hombre percibe el espacio y a sí mismo en él, toda velocidad por acostumbrados que estemos nos genera una distorsión temporal que arreglamos parando a un café, o acabando el trayecto; pero siempre nos afecta. Y muchos somos los que confiamos poco en la pericia conductora del otro: a menor experiencia, más desconfianza, porque el más inexperto desconfía de todos los conductores y va dando indicaciones y pautas, mientras el más experto se fija para saber el nivel de pericia, y si es aceptable asume ser pasajero. ¿No os habéis fijado que los novatos siempre van pitando y señalando los defectos de los demás?
A todos nos afecta la velocidad, está en nuestra cultura pero no está integrada en el sistema nervioso, plástico y complejo, evolucionado por la cultura pero no como especie animal, para eso, no ha habido tiempo.
A menor pericia y conocimiento del manejo del artefacto, más miedo y más prevención, caución, cautela y sobre todo llamar la atención a los demás: los más miedosos se imponen en esta sociedad al punto de crear una cátedra de tráfico, con lo cual se da rango universitario al miedo, que no a la conducción; de ese modo se justifica socialmente la opresión y extorsión a la que se somete a los conductores, y se garantiza un corpus de apoyo a cualquier arbitrariedad que se le ocurra al gobernante de turno: pero nada de la conducción, ni del miedo se solventa, ni solventará, por ese medio. Pero el poder necesita justificarse, porque no tiene certezas, y busca su elaboración para justificar sus desmanes; eso, es otro tema.
Es normal sentir miedo en un coche, aunque lo hayamos asimilado, como proceso cultural que es; lo es mucho más sentir miedo al volar, al punto de que tengo la certeza de que por muy acostumbrado que se esté, siempre hay una inquietud al volar y despegarse del suelo, en todos. La costumbre no se impone al sistema nervioso; la cultura, si; por eso lo asumimos. Pero no del todo, en nuestro inconsciente profundo.
Y si inconscientemente examinamos al amigo que nos lleva en coche y nos relajamos más o menos según su pericia, confiamos en el tren porque va por raíles, nos desconcierta más el avión: muchos, ni siquiera saben los principios básicos por los cuales un avión se eleva.
Esa desconfianza inherente a nosotros, nos hace confiar en el piloto, pero porque no nos queda más remedio: si alguien ha visto un panel de control, se habrá sentido desorientado; no queda más remedio que confiar a otro tu transporte porque ni sabes lo que es, ni porqué vuela, ni como se hace: inconscientemente nos tranquiliza saber que el que conduce también va dentro, pero no acabamos de confiar.
Todo ese miedo, desconfianza y envidia a la pericia, el descontrol que nos produce el sabernos llevados y no dominar la situación y ser dependientes, azuzado y fomentado además por la envidia tan bien aprovechada por el poder para enfrentar a la gente, es la que hace que se odie tanto a los pilotos aéreos, y a los controladores.
La vacuna es fácil; hay escuelas de vuelo más bien baratas donde se puede aprender a volar una avioneta; pero siempre es más fácil dar pábulo a nuestros atavismos demostrando odios y envidias que debidamente azuzados por el poder harán que multitudes furiosas con palos y antorchas ataquen vehementemente a los controladores, sin más razón aparente, pero con todo ese constructo en el alma, que la cultura no nos ha dado evolución física del sistema neurológico al mismo nivel.
1 comentario:
"La envidia es una declaración de inferioridad".
Magnífico post, Sr. de la Galaxia :)
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