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la fundamental paradoja del cristianismo, que es también su grandeza: comparte con las otras religiones del Libro una lucha encarnizada contra la divinización de lo finito. De ahí el potencial crítico y emancipador de las grandes religiones. Pero al mismo tiempo combate, atento al misterio de la Encarnación, la tentación mistificadora del monoteísmo: Cristo, el Dios hecho Hombre, anuncia que el Reino de Dios no viene en forma alguna, sino que “está entre vosotros”. El Dios-Uno no es simplemente lo Otro del mundo: aquello que no debe ser confundido con nada terrenal, y ante lo cual todo lo creado viene a ser sombra y nada. Es también aquello que sobreviene como cuerpo y como presencia en la historia. Nada más normal para el cristiano, pues, que esta relación irónica con lo sagrado, a ratos ridícula y a ratos blasfema.
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