El arponero samoano en el Pequod va plagado de tatuajes; la polinesia los tenía como rasgo cultural, que copiado por la navegación tras el descubrimiento de américa se difunde: lo que era señal de presidiarios y legionarios se ha extendido hasta límites más allá del ridículo. la gente más que resaltar una diferencia se marcan como reses de películas de vaqueros.
Se ve ahora demasiado tatuaje, y demasiada pinta extravagante; ya nadie llaman la atención como no la llaman en absoluto todos los esparajismos asociados así como las actitudes vehementes y degeneradas, pretendidamente subversivas, cuando lo único subversivo hoy en sociedad es ir a misa y ser buena gente sin caer tampoco en las trampas infames de la jerarquía católica. Lo único que hay ahora perseguido en el mundo son los católicos, principalmente por la jerarquía católica, que permite que se les extermine, impávidos.
Van vestidos de maneras extravagantes con cierta normalidad, y la fiesta es la norma y la ley: van vestidos de niños en una fiesta de disfraces con tarta y velitas, todos disfrazados: esa y no otra es su concepción mental profunda de la realidad; porque en sus vidas han sido criados con un manual de autoayuda que las madres tan inteletuales y pofundas han seguido al pié de la letra porque ellas son “las mejores amigas de sus hijos” y se quedaron tan orondas, y siguen instalados en su adolescencia permanente, permanentemente encantados de sí mismos en una adolescencia perpetua que les ha llevado a ser ancianos sin haber sido jamás adultos: en los hijos se ve la huella de su infamia, la exculpación civil que se hacen de sí mismos como justificación para no enfrentarse ni a su propia conciencia: ellos llevan traje y corbata no por estilo o personalidad, sino porque es el uniforme de su primera comunión, acto que les negaron a sus hijos en base a una libertad religiosa que les ha llevado a una confusión tal que ni el significado de las palabras conocen.
Inmadurez, soberbia, ignorancia y miedo, a enfrentarse a la realidad, miedo a la propia conciencia, miedo a la propia identidad y conocerse al verse a sí mismos en su pequeñez y miseria, miedo que han proyectado a sus hijos para amargarles la vida y que jamás sepan ni quienes son.
La hez cubre la realidad como una niebla; pero la luz no la pueden cubrir: decretarán la obligatoriedad de la noche, y mientras caen en todas sus paradojas harán todo el daño que les sea posible.
Como niños mimados cursis y repipis, se quedan la corona que les han puesto por su cumpleaños ad aeternum, y de ese modo en un año todos se encuentran divinos y la fiesta continúa; en treinta años, esto se ha llenado de arlequines patéticos sin fundamento ni opciones, pero con mucha palabrita y consigna. Que horror.
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