La barra de Caberote de tan abierta era una galaxia de miríadas de historias de la historia, que se certificaban por conversación y gambas al ajillo, cañas y la paciente atención de Caberote: el bar se llamaba La Viña, su impecable gestión, pues, la tuvo el Caberote, emboscado tras sus gafas y la discreta presencia entre fogones de la familia: el bar sólo era una barra, era la barra.
Frente a los escaleretes que llevan a la fuente de San Agustín, frente a la relojería y junto a la farmacia, discreteaba en la plaza Caberote; ya pasar calzados Avenida era salir de un campo orbital que centraba la relojería, la farmacia y caberote; por el otro lado, el bar Rosales cambiaba el espacio-tiempo a las vicisitudes de las bandas de música y era otro mundo; yo entré de la mano de mi padre, y sin darme yo cuenta me hice mayor, pero ellos sí se daban cuenta: Constantino, Eliseo, Fortunato, señores mayores que sin mirar certificaban, tenían privilegio clientelar en la barra; en esa nomenklatura, Aparisi era ley: D. Salvador, y en su rango Juan; el tiempo va dando claves que la realidad inmediata te impide ver, ahora lo que la memoria me certifica con claridad es la alegría: todo cotilleo, chascarrillo, sucedido o charla era siempre tamizado en la ironía, el sarcasmo y el respeto, lo cual ahora puede parecer imposible, pero yo me crié así: para hacer humor no hay que hacer burla de nadie, porque eso no es humor, es maldad. Y ahí todo era tomado en su medida justa: con humor, que ahora sé que era un acumulado de sabiduría por vivido y vívido avatar de todos ellos: eran los extrañados, tras la guerra fueron extrañados: no podían vivir en las ciudades y cada vez que venía Franco a Valencia, todos al cuartelillo.
A la muerte de mi padre empezaron a discretear conmigo: por ellos me había hecho anarquista, por ellos sabía indagar la hermenéutica de la historia, por ellos supe que fue Alberti el que denunció a García Lorca desde Radio Albacete “ese gran poeta que ha sido acogido por el amigo poeta en la ciudad de las empinadas cuestas mirando a la nieve….” sólo le faltó decir la dirección completa, y claro, Detuvieron a García Lorca en casa de Luis Rosales: me lo dijeron ellos, la vida los certifica, la memoria me los revisa en un sistema armónico de alegría y era divertido, todo lo era: Fortunato entonces ya era una leyenda: era el fotógrafo del pueblo, por supuesto no oficial; y se asumía como normal que a veces olvidaba poner carrete; en la barra, Caberote me embromó un día “Ponle la radio, Fortunato” y con el servilletero de la barra, se lo ponía junto a la oreja y giraba un mando imaginario, haciendo los ruidos de la sintonización de emisora tan propios de las radios que aún funcionan y eran normales hasta el año 2000 aunque ahora parezcan prehistoria; hacía el sonido perfecto, parecía una radio hasta con los pitidos agudos y rateos de la sintonización: era divertidísimo.
Fortunato ya era una leyenda.
San Miguel y Los Reyes tras la guerra fue durante un tiempo prisión: en su rutina todas las noches contaban a los presos antes de acostarlos; y al amanecer.
Una mañana había uno más.
El desbarajuste fue de alivio. Cuadrando los papeles, vieron que llevaban unas semanas teniendo un preso más: no se había fugado nadie, había uno más. Toda la prisión patas arriba, todos los papeles revisados: es algo que descuadra cualquier organización: una prisión puede tener un fugado, pero no uno de más.
Tras varias veces tenerlos formados en el patio, acabó saliendo el intruso.
Era el coronel soviético Zitro Otanutroff.
El follón que se montó ya se puede imaginar. Tras la guerra. Todo el mando civil, político, militar y policial a revisar la ficha, quien era y demás; un coronel soviético y encima servido en bandeja.
Azuzado por el hambre, Fortunato se coló en la prisión; cuando lo pillaron dijo su nombre al revés, y si no había montado lío, lo acabó de arreglar haciéndola aún más gorda: ya puestos, él, coronel soviético. Como el resto de la barra de Caberote, había sido militar en el bando republicano, y el hambre lo había llevado a ingresarse en prisión; aclarado todo fue extrañado a Buñol: de vigilados por la guardia civil, la paz de la posguerra los acabó haciendo amigos; a los guardias civiles, a los extrañados y a los que habían combatido en el otro bando: de tal modo yo oí las dos versiones y ellos me certificaron mentiras y trampas, cuentos y realidades, magnificaciones y miserias.
Fortunato mantuvo su entereza anarquista hasta el final: tuvo la oportunidad de ser fotógrafo del Levante, el periódico del movimiento y no quiso: el nunca trabajaría para el régimen: y nunca trabajó para el régimen; no era un indigente ni un caradura, vivió pobremente pero con dignidad; no colaboró con el enemigo, y fue anarquista siempre. Alegre, y divertido, avispado y culto, vivió su propia vida en su criterio y medida, y nunca causaba más que buena impresión, alegría, y transmitía bonhomía y sosiego, daba gusto estar con él; en mi recuerdo me doy cuenta que en mi concepción de la historia, de la hermenéutica y de la vida, esa alegría y ellos me condicionaron más que la carrera, porque mucho me contaron, desde muchas perspectivas, y me explicaban las razones profundas de las actitudes de ellos, y de sus jefes, y de lo que pasó, tal como lo vivieron: que no es mala escuela. Anarquistas, comunistas, un capitán de la columna Durruti, no es mala escuela para haber aprendido que lo importante nunca es lo que te cuentan, sino lo que callan; y que a pesar de todo y a pesar de todos la vida va; y ahora, en el casino de Castroforte del Baralla me esperan junto a la ría porque aquí estamos de paso mientras la realidad levita, y en estos tiempos en los cuales lo importante es la apariencia, los que de verdad fueron vienen a mi memoria con respeto, cosa que no creo que pueda suceder con la hez que hemos encumbrado en esta generación.
En ése momento, escampando la lluvia y anunciando ya el frío la madrugada pasó Fortunato por la plaza, totalmente empapado, procedente de Dios sabe donde y con dirección a su casa, habitación con comedor, cocina, cama, estudio fotográfico y domicilio de seis por cuatro metros. Se cambió la ropa mojada por un pijama húmedo y abrió la cámara para empezar a revelar, pero no había puesto carrete.
De Matemática Lítica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario