Mandaba el Sha de Persia, con profusa información gráfica en
las revistas de cotilleo de la época, y alarde de riquezas: decidieron que era
un horrible déspota y toda la progresía europea fue a rendir pleitesía a un
hotel de Paris a Jomeini, que se hacía llamar Ayatollah, y todos los progres
asumían ese titulo con pompa y circunstancia, alabando sus memeces y estupideces
con grandes alharacas: de ser un país próspero y bonito, a la vista está.
Era la época en que el máximo intelectual de la progrhez
europea, Althusser, decidió liberar a su mujer de la opresión, y de un hachazo
en la cabeza, la liberó, totalmente: el catecismo de la progrhez española, el
diario El Pais, al que les costó cuarenta años darse cuenta de que llevaba
acento, dio la noticia un día, y al darse cuenta de que era un error, tejieron
sobre ello un muro de silencio.
Viven aun los que babeaban con Jomeini y la liberación que
suponía para la oprimida Persia, miran para otro lado ante el ahorcamiento de
maricones y demás aberraciones de la humanidad; siguen adorando a profetas de la
nada y teologías de todo a cien: cada fin de semana uno nuevo, y enseñan a sus
hijos que jugar a un idílico y falso mayo del sesenta y ocho en París es lo más
de la modernez, del mismo modo que usaban pantalones de campana (de
tergal) y saben perfectamente lo que ha de hacer los demás desde su enorme
cultura, sin haber leído jamás un libro. Frenan toda excelencia, y desde los
puestos de la administración y la universidad taponan toda creatividad, toda
excelencia, a la vez que la ensalzan, lamentándose a solas de que nadie les
reconozca su enorme grandeza: gente ruin, miserable, baja, zafia, soez,
ordinaria, que abusa del poder siempre en provecho propio con una excusa de
modernización y avance que “es que la gente no comprende” en su
grandeza de humildad.
El emisario de Jerjes está en París. Ya ha impuesto sus
condiciones en Roma, y sumisamente Bergoglio las ha acatado cobardemente
insultando a la historia, al catolicismo y al mundo, negando la historia y la
naturaleza de la cultura.
El emisario de Jerjes está en París, enseñando fotos del
becerro de oro, y todos sumisamente a adorarlo, pero nadie se preocupe: al
final, la civilización siempre la salvamos trescientos, y al final morimos o
quedamos mancos, de tanto batirnos en las plazas
calientes.