Leónidas asume dos certezas implacables: debe combatir, aunque no es algo racional, sabe que no hay otra opción, y va a morir. Y aquí seguimos, pese a las constantes y persistentes invasiones del mal: Jerjes había regado bien de dinero a todas las ciudades de Grecia, pero Esparta en su configuración agraria quedaba lejos de toda moda hedonista y endeble debida al dinero de los templos babilónicos. Y la indolencia moral disfrazada de frivolidad nunca sirve ni siquiera de excusa a la conciencia de quien la usa: Leónidas murió, aquí estamos a pesar de los intelectuales de la Grecia clásica. El oráculo de la sibila de Delfos sigue siendo implacable: sólo puede quedar uno.
Mirad, habitantes de la extensa Esparta,
o bien vuestra poderosa y eximia ciudad es arrasada por los descendientes de Perseo,
o no lo es; pero en ese caso,
la tierra de Lacedemón llorará la muerte de un rey de la estirpe de Heracles
Pues al invasor no lo detendrá la fuerza de los toros
o de los leones ya que posee la fuerza de Zeus. Proclamo
en fin, que no se detendrá hasta haber devorado a una
u otro hasta los huesos.
El sistema no permite ninguna opción que no sea para acrecentar su propia condición; nada desde dentro puede cambiar nada, nada se admite desde fuera: mientras tanto, avanza desde Palmira el ejército legendario de Jerjes destruyendo todo aquello que en su estulticia no pueden comprender: queremos ser hedonistas y tal parecer, pero sin llegar ni a comprender nuestra tal condición: o nos asumes, o te machacamos, porque nos sabemos poseedores de la verdad: con los chakras alineados y el aura en perfecto estado de revista, la gente cree que piensan por sí mismos, mientras viven una vida dictada y al compás que les ordenan hasta en los ritos sociales y en la configuración de su vida privada: Jerjes manda sus emisarios por televisión y modas, mientras estás labrando los ves pasar, y son patéticos: pero el hedonismo aparente y la indolencia van dando sus frutos, y un ejército de indolentes cerebrales jalea todo aquello que sea anticatólico, incluyendo lapidaciones, violaciones y todo tipo de abuso, en su configuración de una realidad paranoica en la cual ni siquiera son conscientes de su enorme retraso mental.
Al final, como siempre, la civilización la salvan trescientos, que mueren en ello.
Y hoy el sistema ordena elecciones mientras se destroza Babilonia, como parte del epifenómeno de destrucción total en nombre del oro de los templos del becerro de oro, elecciones entre aquellos a los que el sistema ha dado el placet para poder ser los figurantes que necesita para su puesta en escena: da igual quien sea, se hace lo que manda Jerjes, o se cambia por otro.
No importan los votos: importa el que cuenta los votos, dictaminó I. Stalin, y desde el siglo pasado bajo la superstición de la democracia cada día la vida es más degradada, la gente es más degradada, y la amargura les induce al aburrimiento y la banalidad; son tiempos en los cuales la única certeza es que mientras el sistema muere matando, en sí mismo y su configuración ha dictaminado su propia muerte, y hay que prepararse para un futuro que desde luego hemos de hacer lejano a este presente sombrío, estulto y de molicie aplastantemente aburrida.
Porque en las grietas está Dios, que acecha.